Mercurio y Argos, 1659 Óleo s/ lienzo, 127x248cm. Museo del Prado. Madrid. Esaña |
Este cuadro de Velázquez, pintado seguramente en 1659, es
tal vez el último de composición que salió de sus pinceles y formaba parte de
una serie de cuatro mitologías destinadas al Salón de Espejos del Alcázar de
Madrid.
Un pasaje mitológico narrado por Ovidio en las Metamorfosis,
en el que el pastor Argos queda adormecido por la música de Mercurio, mientras
guardaba una ternera por encargo de la diosa
Juno, esposa de Júpiter. La pintura representa el momento en que Mercurio, a la
izquierda, se dispone a asesinar a Argos. Una alegoría de la siempre necesaria
vigilancia del Príncipe en su reino.La composición es típica en Velázquez, la encontramos en algunas de sus obras más celebres, Las Meninas y Las Hilanderas; en la Venus del espejo, de su época de espléndida madurez, y en la Coronación de la Virgen de su etapa sevillana.
El formato apaisado del lienzo se debe a su colocación sobre dos ventanas, por lo que emplea una perspectiva muy baja para mostrarnos la escena.
El paisaje queda reducido a lo esencial, una abertura entre las peñas y un cielo crepuscular acompañando el sueño de Argos. Una atmósfera de quietud donde el mito, sin dejar de ser extraordinario, se hace cotidiano.
La técnica empleada por el maestro son largas pinceladas que
cuando el espectador se aleja las formas
adquieran su grandeza y al acercarse los toques de pincel son manchas de luz y
de color, dos conceptos que dan al
lienzo la impresión de encontrarnos ante una acuarela, anticipándose al
Impresionismo.
En cuanto al color, sobre una base ligeramente marrón,
además del blanco y el negro, con los que delimitó los contornos, empleó
lapislázuli para el celaje, azurita para los azules grisáceos del vestido de
Argos, mezclándola con negro, y bermellón de mercurio con óxido de hierro,
blanco de plomo y esmalte en diferentes cantidades en las carnaciones y en la
capa roja de Mercurio, acabada con un estrato de laca roja.Cuando Velázquez pinta este cuadro tiene ya sesenta años, está en la plenitud de su madurez artística, pero le queda tan sólo uno más de vida.
La fábula de Aracne o ( Las Hilanderas),1657 Óleo s/ lienzo, 222,5x293cm Museo del Prado. Madrid. España |
El mito aparece representado en dos planos bajo la apariencia de un día cotidiano en la Fábrica de Tapices de Santa Isabel.
En primer plano vemos cinco mujeres que preparan las lanas para la fabricación de tapices y al fondo, aparecen otras cinco mujeres. Esta última escena sería la que da título al cuadro.
Atenea, consciente durante la competición de la supremacía de la mortal y viendo su burla al representar en su tapiz la infidelidad conyugal de su padre Zeus, convirtiéndose en toro y raptando a la ninfa Europa se venga, convirtiendo a Aracne en araña.
Con esta fábula, Velázquez quiere indicarnos que la pintura
es un arte liberal, igual que el tejido de tapices, no una artesanía como la
labor que realizan las mujeres en primer término.
Otra versión es la de una escena del obrador de la Fábrica de Tapices de Santa Isabel que el pintor solía frecuentar a menudo. Pero no sirve para explicar la escena de segundo plano.
Ésta es, sin dudarlo, una de las mejores pinturas en la que Velázquez ha sabido dar sensación de
movimiento, como se aprecia en la rueca de la izquierda, y en la figura de la derecha devanando la lana
con una rapidez insólita. Otra versión es la de una escena del obrador de la Fábrica de Tapices de Santa Isabel que el pintor solía frecuentar a menudo. Pero no sirve para explicar la escena de segundo plano.
El efecto atmosférico se aprecia claramente, la perspectiva
aérea, como la de disolver las figuras en el color y la luz, la pincelada suelta y ese método de borrones y manchas
demuestra el dominio de Velázquez en el centro del cuadro.
La luz viene de la derecha y es admirable que usando gamas de colores
reducidos, una paleta casi monocroma en capas de pintura finas y diluidas consiga
esa excelente luminosidad. El pintor consigue anticiparse al Impresionismo en
250 años.
Es una de las obras más interesantes y enigmáticas del
pintor sevillano, sobre todo en cuanto al tema.La fábula de Aracné ha sido interpretada
como una alegoría a la nobleza del arte de la pintura y una afirmación de la
supremacía del propio Velázquez. La complejidad iconográfica elevaría la
creación pictórica a la altura de otras artes mejor consideradas en el siglo
XVII, como la poesía o la música.Esta obra es uno de los máximos exponentes de la pintura barroca española y considerada como el culmen en la técnica pictórica del autor.
Fue pintado para D. Pedro de Arce, Montero del Rey. Sus dimensiones fueron ampliadas en el alto y en el ancho tras el daño sufrido por la obra en el incendio del Alcazar.
Felipe IV,1653 Óleo s/ lienzo,69x56cm. Museo del Prado. Madrid. España |
Este retrato de Felipe
IV conservado en el Museo del Prado, es el último tomado del natural que Velázquez hizo del rey,
y el único, tras la vuelta del segundo viaje que el pintor hizo a Italia.
A pesar de que lo
muestra con respeto y dignidad propios de su clase, el aspecto del monarca, que
en el momento de ser retratado, rondaba los cincuenta años, muestra en su
rostro los rasgos propios de la edad, cansancio y atosigamiento por las
preocupaciones de un reino encaminado hacia la decadencia.
Destinado a servir de modelo para los retratos oficiales del monarca, el resto de la pintura está sólo someramente descrito, pintando sobre la tela de raso negro algunos toques más claros para resaltar los brillos de la seda y poquísimas pinceladas largas de negro algo más intenso para marcar límites y pliegues con gran economía de recursos.
La precisión con que el cuello está realizado advierten la
larga cabellera, ya no a la moda española, sino a la francesa, dominante para
entonces en todo el mundo.
El rostro del rey está más modelado que en algunas otras
pinturas de esta época, reflejándose el sentimiento de derrota en el rostro del
monarca.
A su regreso triunfal de Italia, Velázquez realizará pocos trabajos. Éste representa a María Teresa de España, hija de Felipe IV y de su primera esposa, Isabel de Borbón.
Durante esta época
se hicieron varios retratos de la infanta con el propósito de enviarlos a las
cortes de Viena, París y Bruselas con el fin de buscar un marido para ésta. Al
final contrajo matrimonio con el rey de Francia Luis XIV.
La infanta María Teresa de España,1651 Óleo s/ lienzo, 34,3x40cm. The Metropolitan Museum of Art New Jork |
Su rostro maquillado a la manera de los Austrias aparece
enmarcado, especialmente por la genialidad de Velázquez a la hora de realizar los adornos
del cabello de la infanta, por una
peluca de apretado rizo adornada con sutiles lazos de tela blanca muy fina en forma
de mariposa, pero lo más interesante es, sin duda, la mirada de la joven. Su
expresión reservada, que se refuerza con ese gesto al mirar al espectador.
La gama de grises y rojos empleados por el artista es
totalmente armónica, contrastando con la oscuridad del fondo. La pincelada es
bastante suelta, obtenida a base de pequeños toques de color. En cuanto a la
luz, resulta significativo el fuerte fogonazo que aplica Velázquez, creando
ligerísimas zonas de sombra.
De regreso a Madrid, le encargan un retrato de la reina Marian, la segunda esposa de Felipe IV que no terminará hasta el año siguiente.
Entre seis candidatos es nombrado gran aposentador de palacio.
Este retrato de la reina Mariana de Austria, está considerado como uno de los mejores realizados por Velázquez.
La reina viste traje de color negro y plata, adornado con lazos rojos en las muñecas y en la peluca. El mismo color también aparece en el tocado de plumas, el cortinaje, el tapete de la mesa y el sillón sobre el que apoya su mano derecha; la izquierda sostiene con elegante dejadez el enorme pañuelo de moda en la corte.
El reloj dorado en forma de torre que vemos a su espalda refuerza la categoría real, marcando sus funciones como soberana. La belleza pictórica es insuperable en esa armonía, de grises, rojos,
Mariana de Austria,1652 Reina consorte de España¨ Óleo s/ lienzo,231x131cm. Palacio del Pardo. Madrid. España |
En la peluca titilan las
joyas de oro sobre los encajes y bordados gris plata; La cara maquillada de
color alabastro que parece pertenecer a una muñeca bajo el excesivo peinado, es el centro, la clave de toda la
composición. El busto encerrado en el ceñido corpiño, el rígido guardainfantes,
la lujosa moda como expresión de una teatralidad postiza, que oculta toda la
naturalidad corporal bajo la coraza del protocolo cortesano.
La silueta, dominante,
tiene la fuerza de la época gris, la de los primeros retratos reales; pero
encajada en una sinfonía de acordes como no podría soñar ni Manet.
La pincelada suelta y la postura de la modelo son
características de esta segunda etapa velazqueña, un retrato elegante y majestuoso.
El rostro
excesivamente maquillado, en el que centra su atención el pintor, marca el
gesto triste que acompañaría a esta mujer durante toda su vida, al no sentirse
cómoda en la corte española, cuya rígida etiqueta era difícil de soportar para
las soberanas. El lienzo formaba pareja con el retrato de Felipe IV con un león
a los pies, también en el Museo del Prado.
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