Don Cristóbal de Castañeda y Pernía, Barbarroja, el bufón principal en la corte entre 1633 y
1649, magistralmente retratado por Velázquez. Su vestido casi parece turco; el peinado
recuerda un gorro de loco. Con expresión furibunda, mira a la lejanía, mientras
que mantiene asida con fuerza la vaina vacía.
El hecho de que en el cuadro se aprecien dos estilos
diferentes, hace pensar que Velázquez dejó el cuadro inacabado, y algún otro
pintor se encargó de rematarlo. No cuadra el estilo libre y abocetado de la
figura con el del manto gris que cuelga de su hombro izquierdo, más apurado,
con un estilo casi escultórico.
Cristóbal era un bufón cuya gracia consistía en realizar
gestos amenazantes y emplear una jerga soldadesca, por lo que interpretaba a
Barbarroja en la parodia de la batalla de Lepanto que se realizaba en palacio.
Ese gesto fanfarrón ha sido perfectamente captado por el
maestro, tanto en su rostro, con la mirada penetrante, como en la actitud del
personaje. Su marcha de la corte se debió al destierro que le impuso el
Conde-Duque de Olivares por hacer una gracia con su persona. Habiendo
preguntado Felipe IV al bufón sí había olivas en Balsaín, tierra de pinares en
las cercanías de Segovia, éste contesto: "Señor, ni olivas ni
olivares".
El cuadro original es un ejemplo más de la ingeniosa viveza
que poseía Velázquez en la elección de sus personajes.
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El bufón don diego de Acedo, el Primo, 1645
Óleo s/ lienzo, 106x83 cm.
Museo del Prado. Madrid |
En este cuadro de D. Diego de Acedo hay como una burla del mundo de genealogistas y rebuscadores de ascendencias que pululaban en la España de su tiempo. Gruesos folios forman el escenario de este curioso personaje que parece conocer al dedillo árboles genealógicos y ejecutorias de nobleza.
La grave ropa negra e
incluso el tono de ausente dignidad de su rostro ido le hacen quizás el más
severo y cortesano de la serie de los bufones.
El Primo está sentado
en una piedra y rodeado de libros, seguramente relativos a su oficio, que, por
el tamaño, contrastan con su figura menuda.
Al fondo hay un
paisaje de la sierra de Guadarrama similar a los de los retratos de caza.
La cabeza se destaca
con fuerza, iluminada, entre el traje y el sombrero, ambos de un negro intenso
y lleno de matices, en el que se pueden distinguir los brocados.
La cara del primo es quizá la más clara y más trabajada de la serie, destacando los tonos anaranjados de la misma sobre el negro del traje y el sombrero. Sobre una base clara, el pintor modela con manchas más oscuras y pinta, de forma superficial y con capas muy delgadas, el bigote y el pelo.
Está pintado con pinceladas amplias y largas, más
empastadas en unas zonas, como las nubes y menos en otras, como la escritura
sobre la hoja blanca del libro.
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Don Sebastian de Morra, 1645
Óleo s/lienzo,106x81.5cm.
Museo del Prado. Madrid |
Velázquez introduce algunos símbolos destacados. De un lado,
el traje de paño hace referencia a una buena posición social y su color verde
es el usado habitualmente en las cacerías. A esa misma situación de privilegio
hacen referencia el cuello y los puños de encaje que luce el bufón. Pero, de
otra parte, los colores de oro y púrpura que aparecen en la ropilla son dignos
de la realeza
El enano, que manifiesta una cierta hidrocefalia,
aparece sentado sobre el suelo, con las piernas en escorzo, de tal manera que
las suelas de sus zapatos quedan en primer plano, Los brazos se dirigen hacia
las piernas, sobre las que se apoyan las manos, completamente cerradas.
La mirada de Don Sebastián es honda y se dirige hacia
el espectador. La actitud general es seria y adusta, aunque el conjunto del
personaje trasmite cierta tristeza y pesimismo, al tiempo que una inteligencia
despierta y crítica.
El suelo y el fondo que cierran la composición son
casi monocromos, aunque el pintor ha jugado con los efectos de la luz para
generar el volumen que corresponde a la estancia. Toda la obra está realizada
con la típica pincelada velazqueña, que
demuestra la gran capacidad técnica del artista.
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Francisco Lezcano, El niño de Vallecas, 1636
Óleo s/ lienzo, 107x83cm.
Museo del Prado. Madrid |
Este retrato del bufón Francisco Lezcano fue realizado por
Velázquez para la Torre de la Parada, por lo que se debería fechar hacia 1636.
Vemos a la figurilla del enano sentado sobre una roca, con
la pierna derecha extendida hacia el espectador - en un gesto del pintor por
mostrarnos su dominio de los volúmenes -, las manos jugando con unas cartas.
El vestido, que no es en absoluto de mendigo, ofrece un
aspecto de desaliño propio de la descuidada mentalidad del enano, cuya enorme
cabeza se inclina ligeramente al sol, con apacible inexpresividad. Pese a su
aspecto fue pintado por Velázquez con la belleza de una natural inocencia.
El fondo, en el que aparece la sierra madrileña, está
realizado con una sorprendentemente soltura, al igual que el rostro, donde
capta la personalidad del personaje aunque sea tonto, obteniendo sí cabe mayor
mérito por su dificultad.
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Don Antonio el Inglés, 1640-1645
Óleo s/ lienzo, 142x107cm.
Museo de Prado. madrid
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Existen numerosas controversias alrededor de este bello
retrato, tanto sobre el autor como sobre el personaje. Considerado como obra de
Velázquez en los inventarios reales, hoy se considera sencillamente como obra
del taller del maestro sevillano, sin concretar en su autoría.
El retrato representa a un enano o bufón de la corte
elegantemente vestido con traje de color ocre y bordados dorados, con paños
blancos de encaje en cuello y puños, el sombrero en una mano y espada al cinto,
junto a una perra mastín casi de su tamaño para subrayar su pequeñez
La obra, de concepción velazqueña en su composición y al parecer inacabada, está ejecutada con pincelada suelta y pastosa a la manera de Velázquez pero con trazos más breves y descuidados de lo que es habitual en el maestro, las dos figuras se recortan sobre un fondo indeterminado
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El bufón Calabacillas,1637-1639
Óleo s/ lienzo, 106.5x82.5cm.
Museo del Prado.Madrid |
El bufón calabacillas, de mirada bizca, a quién Velázquez
hizo más de un retrato a diferentes edades, aparece sentado en difícil postura
sobre unas piedras de poca altura, con las piernas recogidas y cruzadas y
frotándose las manos.
Delante tiene un vaso o pequeño barril de vino y a los lados
una calabaza, pintada sobre una jarra anterior con su asa, y una cantimplora
dorada que con frecuencia se ha interpretado como una segunda calabaza para
forzar la identificación del personaje anónimo de los antiguos inventarios con
el bufón llamado Juan Calabazas
Con su sonrisa estúpida y su gesto temeroso, es seguramente
el más estremecedor de toda la serie. Es admirable la armonía de negros y
pardos violáceos y la ligereza del pincel que, en algunos fragmentos, como en
el rostro, llega a extremos que sólo en las obras últimas volveremos a
encontrar.
Al fondo se adivina un rincón apenas dibujado. La sobriedad
del colorido, la economía pictórica que respira todo el conjunto, la
sorprendente expresión de idiotez bondadosa de la cara, todo le convierte en
uno de sus mejores retratos, junto con el Pablillos.
Los bufones de Velázquez
En palacio residía una curiosa tropa de bufones, nutrida por enanos o discapacitados psíquicos. Su función en la Corte era distraer a los monarcas del tedio y la rutina de los asuntos del gobierno.
Animaban las jornadas de los reyes bien contando chistes, haciendo
gracias o tonterías o interpretando escenas teatrales. Eran funcionarios de la
corona y recibían un digno sueldo, que por lo menos les permitía comer, algo no
tan fácil para muchos campesinos de la época.
La dignidad con la que fueron retratados por Velázquez no sólo honra su memoria, sino que enaltece a quién los pintó.
A pesar de sus litaciones, los enanos y
bufones de Velázquez son también observadores insobornables del poder temporal.
La fascinante energía que el artista sabe dar a su mirada y a sus ojos,
significa que, desde el reino intermedio, son capaces de advertir, mejor que un
cortesano normal, la vaciedad de una
sociedad que se cree superior. Este punto de vista intelectual permite
comprender por qué existen semejanzas entre sus representaciones de seres
marginados y sus cuadros de filósofos.

Por qué pinta Velázquez los bufones.
Es una pregunta con varias respuestas, como todas las
verdaderas preguntas no unilaterales. En principio, aquí se nos muestra el otro
Velázquez, por voluntad de sí propio. Pintor oficial de reyes, caballos
fingidos, infantas, nobles, toda la Corte y su cortesanía, este hombre
inalterable y culto en el oficio, pero consciente de su condición (que trata de
remediar con la Cruz de Santiago y otras regalías), se decide espontáneo a
pintar la espontánea vida, los monstruos humanos, deformes y meninas, harapos del
vivir, que son la otra verdad de las cosas.
Velázquez, en fin, experimenta el tirón del mal, el mal de los orígenes, la
nostalgia del lodo y del légamo, todo eso en lo que tanto abundó el
Romanticismo (Velázquez es también aquí un adelantado).
Por otra parte, Velázquez, con sus seis o siete monstruos, está brindando a
reyes y cortesanos un espejo y una lección, pues que ellos van de mejor
ropilla, pero son tan caedizos, monstruizables y feos como sus «hombres de
placer», o sea de ingenio, risa, diversión y vacación grotesca. Los nobles
necesitan cerca a los bufones enanos y meninas, por mejor contrastar
continuamente su propia altivez, perfección (relativa) y resplandores.

Pero
Velázquez pinta un enano con la misma solemnidad, majestad e intención que si pintase
una infanta o un príncipe. Está degradando indirectamente su pintura «noble».
(Goya se atrevería más, después, y pintaría monstruos reales directamente). El
«otro» Velázquez, en fin, se toma la revancha y venganza de su pintura de Corte
entronizando bufones, y esto sí que es una bufonada o bufonería. En Las Meninas
llega a mezclar lo uno y lo otro, he aquí otra razón más de que éste sea su
mejor cuadro. En cuanto a modernidades, que todavía hay quien se las discute,
Velázquez nos arroja a la cara la estética de lo feo, el feísmo, y de ahí
vendrían luego Goya, Solana, Picasso, Nonell y tantos otros.
Nos abstenemos de decir que Velázquez fuera el precursor de ninguna revolución
social o conciencia de clase, ni siquiera protagonista de una personal rebeldía
interior contra sus señores, de los que comía y reverenciaba con «la sagrada
frecuencia del altar». No se resigna a quedar como pintor de cortesanías.
Pintando enanos y bufones escapa a encargos y desemboza innobles nobles, damas
castañetas. Decadencia de España que empieza en su pintura."
Francisco Umbral, Los placeres y los días